El
ser humano no solo existe en un espacio euclidiano de tres
dimensiones, sino que percibe una dimensión más que es el
movimiento de los cuerpos en el espacio, algo que conocemos como
tiempo. ¿Pero qué es el tiempo en realidad? ¿Estamos atados al
tiempo o es posible escapar de él? ¿Es el tiempo ese tirano
inflexible que dicen que nunca perdona o aquel justo y misericordioso
que dicen que todo lo cura? ¿El tiempo juega en nuestro favor o en
nuestra contra?
Si
hay algo seguro, es que el tiempo pasa de manera inexorable, y ésto
se puede ver como un suplicio o como una bendición, pues al fin y al
cabo somos nosotros y nuestra percepción quien califica, matiza y da
sentido a la realidad que nos contiene. No cabe duda que vivimos en
una realidad que está regida por unas leyes que parecen inmutables:
un cuerpo tarda un tiempo en ir de un lugar a otro distante, después
de la noche llega el día, después de la primavera viene el verano,
y después vendrá el otoño, para terminar en el invierno y renacer
de nuevo con la primavera; con los años los cuerpos crecen, maduran,
envejecen y mueren. Todo ello enmarcado por el paso del tiempo, ese
observador silencioso, pero incesante, que nada deja quieto y todo lo
mueve sirviendo a algún propósito secreto esperando ser
descubierto.
Dice
la sabiduría popular que el tiempo va poniendo a cada uno en su
sitio y a cada cosa en su lugar, pero si bien en nuestra corta y
acotada existencia hemos podido tener algunas pruebas de ello, la
verdad es que no siempre ha sido así, al menos en este mundo y en
nuestro limitado espacio de observación.
Se
habla mucho de la manipulación del dinero como creador de deudas, de
las religiones como formador de creencias desviadas, o de ideologías
como generador de políticas y partidos enfrentados; pero poco se
habla de la manipulación del tiempo como paradigma que nos encadena
y esclaviza: el tiempo que se ha impuesto como una forma de vida y
nos consume, el tiempo al que estamos atados para cumplir unos
horarios preestablecidos, siempre pendientes del reloj, de la entrada
y salida al trabajo, el tiempo como cantidad de esfuerzo para obtener
un salario, el tiempo como cumplimiento de tareas, comidas y
reuniones, y también el tiempo como medida que tenemos para nuestra
salvación.
En
todas las épocas se habló de lo cerca que estamos del final de los
tiempos. En todas las religiones han amenazado con el apocalipsis, la
condenación y la salvación, el cielo y el infierno, los justos y
pecadores, la recompensa y el castigo como forma de control para que
nadie se saliera del rebaño porque el fin era inminente, y dentro
del redil estarían a salvo cumpliendo con los mandatos y preservando
así su autoridad por sobre la mayoría. Y no niego con esto que no
vendrá un final para dar lugar a un nuevo comienzo, sino que a lo
largo de la historia ha sido usado ese final de la humanidad como “la
ira de Dios”, como herramienta del miedo y como un medio de
control. Pero también nos encontramos, es justo decirlo, con el otro
extremo, donde nos venden ese final y cambio de humanidad como si
fuera la panacea a todos nuestros males y que solo tenemos que
esperar porque, con su llegada, todos seremos salvos sin importar que
lo merezcamos o no. Como siempre, el centro equilibra ambos polos, y
en él se encuentra la virtud y la verdad.
Lo
cierto es que el tiempo no es culpable de nada, ni tampoco es nuestro
benefactor, pues, como ha quedado expuesto, el tiempo es solo el
movimiento en el espacio, y es ese movimiento con su dirección y
propósito marcado, quien determina a dónde vamos y qué
cosecharemos, pues es a cada paso y con el compendio del camino
recorrido como construimos nuestro destino.
Por
encima del tiempo está la consciencia, que es el verdadero parámetro
de la realidad y quien en verdad determina el rumbo de nuestras
vidas. Nuestra consciencia es quien finalmente elige y decide con su
voluntad hacia dónde se encamina, se esfuerza y construye,
cosechando aquello que sembró por el camino. Lo que más nos cuesta
es hacernos responsables de nosotros mismos asumiendo nuestras
miserias y virtudes para dar un rumbo cierto a nuestra existencia,
sin culpar a nadie, sin buscar salvadores, salvo a aquel que llevamos
dentro.
Ángel
Hidalgo